Por Alejandra Muciño
Muchos
niños tienen la dicha de poder usar sus vacaciones para dormir hasta horas
inimaginables, en las que el desayuno se junta con la comida y después de ver
unas cuantas películas ya es hora de cenar, pero sin prisa por acostarse
temprano porque al día siguiente tampoco hay una rutina que los espere. Ése,
definitivamente no era mi caso, ya que siendo hija de padres “Godínez” como
ahora se les dice a los empleados de oficina, mis horarios debían coincidir con
los suyos, así que la mejor opción era llevarme a un curso de verano, cuya elección
no les resultaba sencilla, pues nunca fui buena para ningún deporte ni tenía la
intención de serlo, tampoco tenía habilidades culinarias y mucho menos
científicas, lo único que siempre llamó mi atención y me inspiraba a hacerlo lo
mejor posible era el baile.
Así,
después de buscar varias opciones que a nadie convencían pero que abarcaban el
horario que mis padres necesitaban cubrir, por fin llegó a sus manos el
folleto, -porque entonces la publicidad llegaba en folletos-, de un curso de
verano artístico. Ellos ya sabían que desde muy pequeña yo tenía esos gustos
que consideraban raros, así que a pesar de no encontrarle mucha utilidad, decidieron
inscribirme, pues sabían que al menos yo disfrutaría mi estancia, y así fue.
El
primer día, a las siete de la mañana mientras me alistaba para irnos, y cuando
iba desayunando algo rápido en el carro, me preguntaba por qué no sólo podía
quedarme viendo la tele todo el día hasta que mis padres llegaran, sería más
fácil para todos. Pero cuando llegué al curso y tomé tan sólo la primera clase,
descubrí que valdría verdaderamente la pena; no había pupitres, únicamente grandes
salones vacíos con pisos de madera y las paredes cubiertas de espejos, bocinas
en cada esquina y estantes con objetos raros y divertidos como pelotas, aros,
telas, etc.
A
partir del segundo día yo me levantaba antes de que mi madre me fuera a
despertar, estaba lista a tiempo porque no pensaba perderme ni una sola clase.
Diario aprendía acerca de danzas y técnicas
diferentes, descubría movimientos que ni yo sabía que podía hacer, montábamos coreografías
que en casa seguía practicando, y además aprendíamos un poco de canto,
actuación y hasta pintura. En pocas palabras, para mí era como estar en un
sueño de arte y felicidad.
Lo
único triste de las vacaciones es que duran mucho menos que el ciclo escolar,
así que llegó el día de clausura del curso de verano, ésta fue en un teatro,
creamos un evento en el que todos mostramos nuestras nuevas habilidades adquiridas,
y los padres orgullosos descubrieron que valió la pena su inversión, al menos
los míos al ver mi cara de felicidad en el escenario.
Por
lo tanto, yo recomiendo a los padres de familia que si está en sus posibilidades lleven a sus
hijos a un curso de verano, sobre todo con actividades específicas de su
preferencia. Pero, cuidado, esto podría cambiarles la visión de la vida, y
hacer que quieran dedicar su vida a lo que sea que descubran en ese curso…